Comentario
Hay algunas buenas ciudades como Barcelona, Zaragoza, Valencia, Granada y Sevilla, pero son pocas en un reino tan grande y con tan gran territorio; y fuera de algunas principales, las restantes son, en su mayoría, poblaciones pequeñas, tienen edificios muy malos y en su mayor parte de tierra, estando otras muchas llenas de fango y porquería".
Con estas duras palabras se refería el embajador florentino Francesco Guicciardini al aspecto de las ciudades que había conocido en España de camino hacia la Corte en 1512. Y, sin embargo, un tanto de razón tenía, a pesar de lo exagerado de la afirmación y de su conocimiento parcial de las tierras y lugares de estos reinos. Mucho más generoso se mostró, treinta años más tarde, el erudito portugués Gaspar Barreiros en su "Corografía" al evocar el panorama de las ciudades por las que pasó de camino hacia Roma. Las diferencias de criterio manifestadas por ambos no responden tanto al carácter, formación y cometidos de estos personajes, como a los cambios experimentados en ese tiempo en la mayoría de las ciudades españolas, gráficamente reflejados en las vistas que por encargo de Felipe II realizara Anton Van den Wyngaerde a partir de 1561.
Por esos años, coincidiendo con un gran auge constructivo, las ciudades de la Península estaban adoptando algunas de las nuevas concepciones humanistas referidas a la arquitectura y al planeamiento. La mayoría de las grandes ciudades, e incluso otras de mediano formato, habían emprendido ambiciosos proyectos para reformar su trazado urbano: ensanche y rectificación de calles y viales, construcción de amplias plazas -espacios públicos de carácter plurifuncional-, y otra serie de mejoras relacionadas con la policía y ornato de la ciudad, su saneamiento y el adelanto de las obras públicas imprescindibles para su desarrollo.
La primera mitad del siglo XVI significó para la mayoría de estos núcleos urbanos un prolongado período de prosperidad caracterizado, en primer término, por un notable crecimiento de su población. Valgan como ejemplos el caso de Toledo, que en menos de cincuenta años -de 1528 a 1571- duplicó su población, o el de Sevilla que llegó a contar a finales de siglo una población que superaba los 120.000 habitantes. A pesar de las diferencias entre unos y otros centros, el aumento demográfico fue la tendencia general del período, lo que explica el desbordamiento de muchos de los recintos amurallados y la consiguiente aparición de ensanches espontáneos en la mayoría de las grandes ciudades.
Este incremento de la población contribuyó al desarrollo urbano al generar nuevas demandas de bienes y servicios y mayores expectativas de trabajo, en una industria todavía incipiente, para los sectores sociales excedentes de la población del medio rural. Las industrias textiles localizadas en Segovia, Toledo y Cuenca, o las manufacturas sederas andaluzas y levantinas contribuyeron notablemente al desarrollo de estos centros como al de otras ciudades relacionadas comercialmente con los mismos. El intercambio de materias primas y productos manufacturados impulsaron seriamente el comercio interior, obligando a articular una política de obras públicas para facilitar la adaptación de los caminos, canales y puertos a las más urgentes necesidades y contribuyeron, en ciudades como Sevilla, Cádiz y Jerez de la Frontera, a desarrollar un comercio trasatlántico orientado a satisfacer el consumo de las poblaciones del Nuevo Mundo, de Inglaterra y del Norte de Europa. En otros casos, como Burgos, Medina del Campo o Bilbao, el comercio internacional de la lana había estimulado sus economías urbanas y perfeccionado sus estructuras financieras, convirtiéndolas en ciudades ricas y prósperas.
Aunque fueron estos los hechos generales más aparentes a los que debemos atribuir la prosperidad de nuestras grandes ciudades, el crecimiento de las mismas tuvo mucho que ver con la demanda de otro tipo de servicios y con el consiguiente desarrollo de lo que hoy denominamos sector terciario. Si el interés por la educación fue una de las causas que más contribuyeron al desarrollo de las ciudades universitarias como Valladolid o Salamanca, en el caso de Alcalá de Henares constituyó el factor determinante de la transformación de la ciudad medieval en un moderno conjunto universitario. A mediados de siglo su universidad matriculaba a unos 3.000 estudiantes, cifra sólo superada por las dos grandes universidades castellanas, y en sólo veinte años duplicó su población y transformó notablemente su topografía con la construcción de viviendas, colegios, iglesias y hospitales con una función no exclusivamente docente. Sin llegar a este grado de transformación, en Oñate, Osuna o Baeza la construcción de edificios universitarios y sus correspondientes programas iconográficos contribuyeron a afianzar una imagen más moderna y renovadora de estas ciudades.
Otra de las causas que motivaron este desarrollo fue la relación de estos centros con la institución monárquica y con la atención de las necesidades administrativas, burocráticas y funcionales que demandaba la organización de un Estado moderno. En unos casos, como en Málaga, la construcción del arsenal convirtió a la ciudad en lugar de abastecimiento de la flota del Mediterráneo, estableciendo nuevas funciones urbanas no menos importantes que las que se instauraron en Granada o Valladolid con la instalación de las chancillerías reales que, dando empleo a cientos de abogados, notarios y funcionarios, contribuyeron significativamente a las respectivas economías locales. Otras, como Zaragoza, aprovecharon su carácter de sede virreinal para promocionar determinados cambios en la ciudad. Pero, sin duda, fue en la Corte del monarca donde se experimentaron mayores cambios, como así lo demuestra el desarrollo urbano y el auge constructivo de Valladolid -capital desde 1542-, solamente interrumpido con el traslado de la corte a Madrid en 1561. Sin embargo, no todo fue positivo en este proceso, produciéndose un desarrollo espontáneo e incontrolado de estas ciudades que, en el caso de Madrid, por la falta de planificación y el aumento desmesurado de la especulación inmobiliaria, dieron origen a las denominadas casas a la malicia, tan denostadas por los mismos cortesanos.
Estas fueron sólo algunas de las múltiples funciones que podían asumir muchas de las ciudades españolas del siglo XVI. La utilización únicamente de este criterio funcionalista ha llevado a algunos historiadores del urbanismo español a establecer una clasificación tipológica de las ciudades españolas del Renacimiento: corte y sitios reales, ciudades administrativas, centros manufactureros y comerciales, conjuntos universitarios, y villas ducales, episcopales y de patronazgo, sin que ninguno de estos tipos renunciaran, generalmente, a sus funciones primarias -agricultura y ganadería- y a su valor defensivo dentro de los planes estratégicos del Estado. Esta clasificación, operativa sólo en casos muy concretos cuando nos enfrentamos inicialmente a los problemas urbanos, ha sido cuestionada recientemente al relacionar la dependencia de las tipologías urbanas más con el tamaño y formato de estos centros que con criterios funcionales como los aludidos, aunque sectorialmente no podamos descartarlos.
Sin embargo, podemos afirmar sin temor a equivocamos que para la mayoría de los centros urbanos españoles el siglo XVI fue, en conjunto, un período de bonanza y desarrollo. El saneamiento de las economías municipales permitió a los ayuntamientos invertir en nuevos proyectos relacionados con la policía y ornato de la ciudad, y con la atención de la demanda de los servicios más urgentes. Construcciones monumentales de acceso a la ciudad, como la Puerta de Santa María en Burgos o la Puerta del Arenal en Sevilla, o interesantes espacios comunales como las plazas de Málaga o del Popolo de Baeza, configuraron unos nuevos espacios urbanos que se beneficiaron como en el caso de Teruel u Oviedo con sus respectivos acueductos, de una serie de obras públicas imprescindibles para su comunicación y abastecimiento. En este contexto, la riqueza de nobles y mercaderes contribuyó con largueza a las reformas emprendidas por las autoridades municipales, mediante la construcción de villas y palacios y la dotación de equipamientos sociales que, como los hospitales, venían a completar el importante mecenazgo de la Iglesia.